Ideas clave
- El ejemplo de transformación digital de la ciudad de Barcelona, liderado por la experta en políticas de innovación social digital, Francesca Bria, sentó las bases para proyectos que impulsan una digitalización urbana centrada en las personas.
- Parte del desafío en estos procesos es resguardar los derechos humanos a la privacidad, a la libertad de movimiento y al ejercicio de la vida en comunidad.
- La responsabilidad es del Estado, de las empresas, de los ciudadanos y de las organizaciones sociales.
En el 2016, cinco años después de que se gestara en España el 15-M y el consiguiente movimiento de los Indignados –cuya demanda principal era la consolidación de una democracia más participativa–, la alcaldesa de Barcelona y activista social, Ada Colau, nombró a la experta en políticas de innovación social digital, Francesca Bria, como la nueva Comisionada de Tecnología e Innovación Digital. El encargo era claro; junto al Ayuntamiento de Barcelona, debía liderar desde el sector público el proceso de transformación digital de la ciudad. Eso, con un mandato: no perder de vista que la premisa del proyecto era, por sobre todo, que las tecnologías y las oportunidades de la innovación digital estuvieran al servicio de las agendas ciudadanas y de un nuevo modelo de economía colaborativa.
Un año después, en el Ouishare Fest realizado en Barcelona, Bria le explicó a especialistas de todo el mundo que fue ese emblema el que le permitió a ella y a su equipo articular soluciones desde abajo hacia arriba, o como ella misma contó, analizando en una primera instancia las problemáticas de la ciudadanía y luego, la incorporación de tecnologías como potenciales facilitadores. “El acercamiento fue distinto a lo que suele ocurrir cuando se piensan las ciudades inteligentes; en vez de guiarnos por el tecnodeterminismo –teoría que postula que la tecnología es capaz, por sí misma, de incidir de manera directa y positiva en el desarrollo socioeconómico de un grupo determinado y que, por ende, debiese estar al centro de toda sociedad–, nos preguntamos primero cuáles eran las problemáticas sociales a resolver y si la tecnología tenía la capacidad o no de resolverlas. Solo así logramos que estuviera en función de un proceso organizacional y social de la ciudad y no a la inversa”, profundizó en su charla.
“Con la participación de 40.000 ciudadanos, logramos una agenda ciudadana y de gobierno cuya premisa es que no puede haber una revolución digital sin una revolución democrática”.
En el caso de Barcelona, como explican los especialistas, el foco estuvo puesto en la educación, la inclusión social, la deliberación colectiva y el empoderamiento de los ciudadanos. Para que de esa forma, no fueran únicamente las grandes corporaciones –ni los gobiernos– los que se beneficiaran de la híper digitalización y la extracción de datos ciudadanos. La implementación de tecnologías o ‘smartificación’ de la ciudad se dio en la medida que realmente solucionaran problemas de la ciudadanía, tales como vivienda, salud, educación y movilidad, respetando tanto el derecho a la privacidad como ciertos criterios éticos.
“Por eso nos tuvimos que enfrentar a plataformas como Airbnb, cuyo modelo de negocios va en contra de la vivienda asequible”, explica Bria, haciendo alusión a que en los tres años previos a la conferencia, hubo en Barcelona un aumento en un 60% en los arriendos a corto plazo. “Y por eso también nos preocupamos de crear espacios en la ciudad solo para peatones, en los que no pudieran entrar autos. Porque de base, quienes conocen mejor el territorio son sus habitantes”.
El ejemplo de Barcelona –analizado por gobiernos internacionales, urbanistas, ONGs, emprendedores, expertos en tecnología y el mundo de la innovación digital–, es reconocido a nivel mundial. En parte, porque sentó las bases de distintos programas e iniciativas que impulsan una digitalización urbana centrada en las personas.
En el 2020, UN Habitat –rama de la ONU que busca mejorar la calidad de vida de las personas en contextos de urbanización– lanzó su programa insignia: People Centered Smart Cities (Ciudades Inteligentes Centradas en las Personas), que busca hacerle frente a los desafíos que surgen en la intersección entre las agendas de planificación urbana en contextos altamente digitales y los derechos humanos. Esto considerando que en 2019 aún existían 3,7 mil millones de personas sin acceso a internet y que la pandemia solo hizo que fuera más urgente que los gobiernos locales enfrentaran las brechas digitales en sus territorios, especialmente para aquellos históricamente marginalizados.
Así mismo, ONU Hábitat junto a CAF – el banco de desarrollo de América Latina– con el apoyo de Unit, están desarrollando un programa para co-diseñar instrumentos que apoyen la incorporación de una perspectiva de derechos digitales en los procesos de transformación digital. El proyecto -que entre otras cosas consiste en co-diseñar una guía práctica enfocada en la elaboración de políticas públicas y la creación de una ‘mesa de ayuda’ con expertos-, busca fortalecer el ecosistema entre gobiernos locales y tecnologías, y garantizar los derechos humanos en estos nuevos entornos digitales.
Programas como estos son los que evidencian que falta mucho por abordar y que los casos como el de Barcelona son escasos. A la agenda que busca impulsar el desarrollo tecnológico en contextos urbanos e implementar un proceso de transformación digital en las ciudades, le falta poner el foco en los derechos digitales, que no son más que los derechos consagrados como fundamentales para la humanidad, pero llevados al espacio digital. Porque de no ser así, nos quedamos con una digitalización urbana que solamente beneficia a unos pocos. Por esto, la pregunta que se plantean actualmente los especialistas es: ¿qué tan inteligentes son las ciudades si no consideran la inteligencia colectiva de sus habitantes? Y, por ende, ¿cómo lo hacemos para no transgredir los derechos humanos en los procesos de transformación digital?
Los expertos concuerdan en que la discusión es multidimensional, está atravesada por múltiples factores y no hay una única respuesta. Pero si consideramos que los países en vías de desarrollo apuntan a la digitalización de sus ciudades –sin perder de vista que aún hay 700 millones de personas alrededor del mundo que viven en extrema pobreza–, el debate tiene que ser incisivo, crítico y entre todos.
Claudio Ruiz, especialista en políticas tecnológicas y derechos digitales, explica que un punto de partida tiene que ver con la manera en la que como sociedad nos enfrentamos al dramático avance de las tecnologías en cada dimensión de nuestras vidas. “La aproximación regulatoria, desde las autoridades políticas e incluso desde los ciudadanos, se ha dado bajo la noción de que las tecnologías digitales siempre son para mejor. A eso se le suma que ignoramos por completo cómo funcionan y las hemos aceptado así. Porque hay un elemento vinculado al diseño y a las narrativas comerciales que hacen que sean atractivas y que no las cuestionemos”, dice. “Eso ha dificultado el desarrollo de una discusión crítica respecto al cómo o qué regular de estas tecnologías digitales, para lo cual se requiere poder mirar con distancia y con una mirada profunda”.
Mientras no sea así, según explica Ruiz, no se puede avanzar en un debate que busca que se despejen ciertas mitologías, se genere conciencia y no quede en una simple afirmación la necesidad de regulación. “Está bien, hay que regular, ¿pero qué regulamos? Más allá de lo que las compañías puedan desarrollar y vender de la manera que quieran, la clave está en cómo nosotros miramos esos productos y sus efectos de manera crítica para controlar ciertas consecuencias perversas, como la extracción de datos sin nuestro consentimiento o la creación de monopolios, que tampoco benefician a los ciudadanos”.
Hasta la fecha, hay dos paradigmas que rigen los modelos de regulación. En Estados Unidos, la tendencia es a una mayor integración comercial de ciertas empresas para que no se controlen importantes porciones del mercado, versus Europa, que mediante su Digital Service Pack (resultado de una serie de regulaciones digitales de los últimos 20 años) establece ciertas regulaciones que resguardan la privacidad de los usuarios. Estos dos acercamientos, como explica Ruiz, revelan la dificultad regulatoria respecto a la concentración de datos extraídos y las consecuencias de la cada vez mayor digitalización de los procesos y servicios. “No existe una única ley de internet, o de servicios digitales, y por ende no hay un único ente responsable. Todos los actores regulatorios tienen un rol; el Estado, las empresas, la academia, la prensa, las organizaciones sociales, los ciudadanos. Y nuestros gobiernos tienen que implementar medidas que no sean contrarias a ciertos estándares internacionalmente aceptados”.
Esta discusión surgió con la masificación de las tecnologías digitales y ha ido evolucionando en el tiempo. En los 80, la narrativa imperante –y un tanto ingenua–, establecía que los nuevos espacios digitales iban a democratizar la información y ser libres de gobiernos y regulaciones.
Prontamente, se develó que las mismas inequidades que estaban –y están– presentes en el mundo físico, se replicaban en los espacios digitales. Por eso, fue necesario consensuar que el ejercicio de los derechos humanos debían respetarse en cualquier espacio y contexto. De lo contrario, los beneficios serían para las empresas tecnológicas cuyos modelos de negocio se basan en la extracción de información y datos personales.
“Cuando se trata de la implementación de tecnologías, la pregunta de si la implementación va en pos de una mejor vida, no suele ser la que se hacen los tomadores de decisiones”, aclara Ruiz. “Lo que hacen realmente las ciudades inteligentes, bajo la promesa de la eficiencia, es transformar espacios públicos en espacios privados. Por eso hay que mirar estos asuntos no solo desde una mirada técnica, sino también política y social”.
Según Juan Carlos Lara, Co-director ejecutivo de la ONG Derechos Digitales, “cuando hay fuerzas que están tensionadas, ejerciendo su influencia respecto a cómo se desarrolla la vida, la idea de regulación puede parecer problemática. No obstante, esas ideas son necesarias para resguardar los derechos humanos a la privacidad, a la libertad de movimiento y al ejercicio de la vida en comunidad. La responsabilidad es del Estado, de las empresas, de los ciudadanos y de las organizaciones sociales. Como sociedad, tenemos que relevar el valor de la participación y democratización de los servicios. Las tecnologías digitales tienen el potencial de abordar las inequidades, pero también de exacerbarlas”.
Pensar en los derechos para el mundo digital, explica Lara, no es pensar en los derechos para un mundo de internet, sino que para un mundo que incluso fuera de esa esfera está dispuesto a convertir a las personas y sus actividades en números y códigos sobre los cuales otros toman decisiones.
“El rol de los derechos digitales es traer a la discusión de política pública las necesidades normativas de los mecanismos de protección de los derechos de las personas, que se ven afectadas por el uso o abuso de datificación de la información. Es crear conciencia colectiva respecto de que esas grandes oportunidades que ofrece la digitalización, vienen acompañadas de riesgos”.
Así también lo advierte Adam Greenfield, urbanista estadounidense quien hace años analiza y expone los riesgos de las ciudades inteligentes. Él plantea que la información que se recoge termina favoreciendo a los tomadores de decisiones y que en el proceso de tecnologización de la vida cotidiana –que dice buscar conocimiento de las conductas, hábitos y necesidades de los usuarios, para eventualmente proveer servicios óptimos– sigue existiendo una jerarquía. O alguien que sabe lo que queremos, incluso más que nosotros mismos.
En el análisis Rethinking the Smart City, Democratizing Urban Technology, publicado en 2018 por la fundación Rosa Luxemburg Stiftung, se plantea que las críticas a la smartificación de las ciudades encuentran su raíz en la falta de conexión con los problemas del mundo real; en la búsqueda tecnocrática de dominación sobre nuestra existencia urbana cotidiana (por medio de sensores); en una obsesión casi pornográfica con la vigilancia y el control; y en la incapacidad de poner a los ciudadanos, más que a las corporaciones, al centro del proceso de desarrollo.
Y que quizás, una solución tiene que ver, como lo fue en el caso de Barcelona, con la soberanía digital. “Una idea simple que busca que los ciudadanos puedan opinar y participar en cómo opera la infraestructura tecnológica que los rodea y a qué fines le sirve”. Porque de no ser así, y de no hacerle un bien al desarrollo integral de sus habitantes, ¿es realmente inteligente la ciudad?