«Design thinking»: ¿aliado o enemigo?
Diseño estratégico

«Design thinking»: ¿aliado o enemigo?

¿Es realmente el design thinking una vía efectiva para pensar en los usuarios de las organizaciones? ¿O es una barrera al potencial del diseño para transformar la realidad? En Unit nos interesa entrar en esta discusión con el fin de poner el foco donde debe estar: cómo diseñamos procesos de cambio que impacten positivamente en la vida de las personas. 

 

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Ideas clave

  1. Sería injusto no rescatar el legado del design thinking: fomentar el valor del trabajo colaborativo y elevar el perfil del diseño como disciplina. Pero queda claro que su hype se ha terminado.
  2. Según la académica Natasha Iskander, el éxito de grandes consultoras que aplicaban el design thinking en Norteamérica masificó la adopción de esta metodología con tanto entusiasmo como falta de crítica.
  3. “El design thinking privilegia al diseñador por sobre las personas a las que debe servir, y al hacerlo limita la participación en el proceso de diseño”, escribió Iskander para el Harvard Business Review.

Así como el design thinking se volvió una tendencia ineludible hace poco más de una década, actualmente lo que parece estar de moda es sospechar de él. Hay provocadoras charlas señalando su vacuidad y polémicos textos en Medium y Substack donde se subraya la supuesta farsa de este concepto, una definición inventada en Silicon Valley para decir con otro nombre lo que siempre hizo el diseño: resolver problemas. 

“Si en cualquier oración que diga ‘design thinking’ reemplazas ese concepto por ‘diseño’ a secas, tendrás el mismo significado”, escribió hace unos años Jared M. Spool, un conocido consultor estadounidense de UX.   

“El hype del design thinking corre el riesgo de ser olvidado una vez que el fulgor se acabe y una nueva moda entre en escena”, dicen en un paper los suecos Ulla Johansson y Jill Woodilla, académicos de la Universidad de Gotemburgo.

Con menos sutileza, Natasha Jen, premiada diseñadora y socia de Pentagram, dice que “el design thinking es bullshit”, argumentando que es una farsa. Esta última definición, quizá demasiado desdeñosa, da cuenta de las pasiones que despierta esta metodología de trabajo, cuyo origen también es fuente de disputa. 

Algunos identifican sus inicios a fines de los sesenta, momento en que Herbert Simon, premio Nobel en economía, promovió la idea de que el diseño debía ser considerado una disciplina del pensamiento y las ciencias sociales. Como concepto, eso sí, hay consenso de que surgió con el último cambio de milenio, cuando IDEO, una enorme e influyente oficina de diseño californiana, sistematizó su método de innovación bajo el nombre de design thinking. Simultáneamente, el Instituto de Diseño —la famosa d.school— de la Universidad de Stanford, teorizó intensamente sobre este modelo, publicando artículos e investigaciones al respecto, e incluyéndolo en su programa de estudios. 

Con la validación de la academia, sumado al éxito de IDEO con sus clientes, el design thinking se volvió la dinámica de innovación dominante en la primera década del siglo XXI: desde la creación de productos hasta el desarrollo de políticas públicas, parecía que todo se podía resolver aplicando su metodología.

Una de sus virtudes, justamente, es que es muy simple de explicar: se trata de un proceso de cinco o seis pasos —aquí también hay una controversia—, que favorece la comprensión de un problema o necesidad mediante la interacción de grupos multidisciplinarios, y que canaliza la creatividad conjunta hacia una solución innovadora.

La primera etapa es empatizar, un verbo central en el design thinking, y con ella se busca identificar la necesidad o el “dolor” de los usuarios o clientes finales, basándose en la observación y la investigación. La segunda, usando la información recopilada, es definir o reformular el problema. La tercera es idear potenciales soluciones, recurriendo a intensas lluvias de ideas; la cuarta es prototipar algunas de esas innovaciones y ponerlas a prueba a baja escala; la quinta es testear el prototipo final con los usuarios, observando su funcionamiento y obteniendo feedback directo de las personas. 

Y la sexta, que no siempre se incluye en las consultorías, es la implementación de esta solución, ya sea el lanzamiento de un producto, el cambio en una organización o la instalación de un servicio.

Lo fascinante del design thinking no son sólo sus rígidas, pero a la vez flexibles etapas -que prometen ser capaces de adaptarse a cualquier desafío o circunstancia-, sino también el imaginario que trae consigo: grupos de trabajo creativos y progresistas, que piensan fuera-de-la-caja, al tanto de las últimas tendencias en diseño y tecnología.

Según Natasha Iskander, académica de Planificación Urbana de la NYU, el éxito de grandes consultoras que aplicaban el design thinking en Norteamérica, -como IDEO, pero también Frog y Smart Design, entre otras-, masificó la adopción de esta metodología con tanto entusiasmo como falta de crítica. Esto elevó a los diseñadores que la pregonaban a un podio del que luego costó bajarlos. 

“El design thinking privilegia al diseñador por sobre las personas a las que debe servir, y al hacerlo limita la participación en el proceso de diseño”, escribió Iskander para el Harvard Business Review. Tanto así, dice, que por más innovación que prometa, lo que más consigue es “preservar el statu quo”. 

Rebecca Ackerman, diseñadora, artista visual y escritora, también criticó duramente a esta metodología en la última edición de Technology Review, la revista del MIT. Ridiculiza el ideario del design thinking al describirlo como espacios abiertos llenos de post-it, buenas intenciones y poco vínculo con la realidad. 

A pesar de sus virtudes —como el trabajo multidisciplinario y colaborativo o el enfoque en la empatía—, y de ser un éxito en la creación y renovación de muchos productos y servicios, este modelo, asegura Ackerman, volvió endémica también, y seguramente sin quererlo, una especie de “teatro de la innovación”, en el que las consultoras simplemente le hacen check a una lista de cajas sin implementar cambios significativos. Y es que al parecer, ejecutar siempre fue el punto débil para el design thinking. Muchas asesorías o procesos sólo llegaban hasta el piloto, y los equipos multidisciplinarios de diseño “no lograban convertir sus inspirados brainstormings en productos o soluciones de ningún tipo”, escribe Ackerman.

Esta cascada de críticas -que viene tanto desde la academia como desde la misma industria del diseño-, terminó por mellar esta especie de burbuja que se infló en poco más de una década. Y en la bahía de San Francisco, el mismo seno de donde surgió, ya hay algunas señales de reconversión.      

La d.school, donde intelectualmente se incubó esta metodología, ya no usa el término design thinking en ningún material de estudio para sus clases. Y en vez de poner todo el énfasis en “empatizar” —algo que le daba demasiado protagonismo a los diseñadores y no tanto a los usuarios finales—, actualmente los conceptos predominantes son “hacer” y “cuidar” (care). 

El foco del diseño, de esta manera, se pone en las consecuencias que tendrá; en la equidad que puede proporcionar y en cuánta inclusión es capaz de provocar. Según ha reconocido Scott Doorley, director creativo de la escuela de Stanford, “son cambios que los mismos estudiantes llegan pidiendo: ‘no solo quiero cambiar las cosas’ dicen; ‘quiero cambiarlas, pero sin echar a perder lo que nos rodea’”. 

IDEO también entendió que la expertise está más en las manos de los usuarios finales que en las de los diseñadores. “Es en la combinación de hacer diseño, y al mismo tiempo construir las capacidades para diseñar —en empresas, comunidades o usuarios— donde ocurre el verdadero impacto”, dijo Tim Brown, anterior CEO de la empresa.

Como alternativa al design thinking, al menos para las políticas públicas, Natasha Iskander propone algo más radical. Inspirada en una experiencia de reconstrucción tras el paso de un huracán en Nueva York, lo que sugiere es un “compromiso interpretativo”, una especie de proceso de diseño abierto a la comunidad en el cual “el diseño sea menos una marcha de pasos y etapas demarcados y más un espacio en el que la gente pueda juntarse e interpretar las formas en que las cambiantes condiciones actuales desafían los significados, los patrones y las relaciones sociales”. 

Este tipo de interacciones, dice la académica, ofrecen la posibilidad de innovaciones radicales, no solo porque las respuestas que emergen de ellas suelen ser altamente creativas, sino además porque esas soluciones tienden a ser abiertas y receptivas a los cambios y ajustes.

Con todo, sería injusto no rescatar el legado del design thinking: fomentar el valor del trabajo colaborativo, tanto en los negocios como en las organizaciones públicas, y elevar el perfil del diseño como disciplina y de los diseñadores como profesionales. Pero queda claro que su hype, como decían Johansson y Woodilla, se ha terminado. Y que es hora de pensar en alternativas. 

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