Ideas clave
- El discurso en torno a la innovación del sector público ha cambiado; pasó de ser algo anecdótico a haber una profesionalización en la materia. Ahora se piensa en términos de impacto social y retorno de inversión.
- Hay muchas startups que se están instalando especialmente en espacios municipales, porque les hace sentido en términos de modelo de negocio. El potencial de escalamiento es inmenso.
- Debemos terminar con los trámites innecesarios de manera digital. Hay que utilizar estas herramientas como un medio para repensar los procesos de manera más ágil, poniendo al ciudadano en su centro.
Probablemente, no exista gobierno ni administración pública en el mundo que no quiera ser eficiente en la resolución de los problemas de sus ciudadanos y ciudadanas. Sin embargo, históricamente esa relación ha estado marcada por procesos burocráticos que han desgastado esa capacidad de respuesta. Con la intención de mejorar, agilizar y optimizar esos procesos, es que surgen las GovTech, tecnologías digitales y de inteligencia de datos que a partir de la colaboración público-privada –con startups, scale-ups y mipymes– buscan proveer soluciones a problemas públicos.
Carlos Santiso tiene una larga trayectoria abordando estas temáticas. Ha trabajado en más de 20 países, y en instituciones como Banco de Desarrollo de América Latina, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Africano de Desarrollo, especializándose en transformación digital y gobernanza pública. Actualmente, es jefe de División de Gobierno Digital, Innovador y Abierto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE); y para él, el valor de las GovTech radica en su capacidad de proveer al Estado de nuevas metodologías de trabajo y maneras de pensar. “La colaboración con startups genera maneras ágiles de resolver problemas, basadas en experimentación de escala”, explica.
“Los ecosistemas GovTech no solo dan la posibilidad de experimentar cosas que no se podrían hacer de otra manera, sino que permiten tener un gasto público más eficiente. A nivel local es muy útil, porque ese nivel de administración necesita soluciones adecuadas a sus realidades. Las grandes tecnológicas no siempre las entregan y los municipios puede que no tengan capacidad para desarrollarlas”, indica.
Este tipo de colaboraciones con el mundo privado, dice Santiso, han permitido acelerar la innovación e instalarla en el corazón de los gobiernos, bajo diferentes modelos. Sin embargo, puntualiza que en América Latina existen grandes desafíos para poder hacer estos procesos de manera inclusiva, considerando que, en muchos casos, los ciudadanos más vulnerables no siempre están registrados, y por ende “visibles”, en los sistemas automatizados, provocándose sesgos al momento de tomar decisiones políticas basada en estos datos. “El desafío en la región es hacer una innovación inclusiva, que tenga en cuenta la realidad latinoamericana y que controle la informalidad para que no se sesguen las soluciones”, sostiene.
En tu artículo ¿Qué tienen que ver las administraciones públicas con las startups digitales? hablas de la nueva relación entre estos dos actores, marcada por la transformación post COVID-19. ¿En qué sentido se puede entender esto?
— En América Latina, como en el resto del mundo -y en países como Chile, Colombia, Argentina o Brasil-, se ha visto un incremento en la demanda de innovación por el propio sector público, para lograr mejores servicios y mayor agilidad. Eso ha llevado a un importante incremento en el gasto público en tecnología de gobierno. Con ello, las startups y las mipymes digitales han visto un gran mercado en la tecnología de Estado, que tradicionalmente ha sido capturada por grandes empresas; corporaciones que no siempre han sido capaces de entregar las mejores soluciones, especialmente a los gobiernos locales y municipales.
Al mismo tiempo, fue surgiendo un nuevo tipo de startup que busca impacto social y valor público, es decir, que tiene un compromiso con la comunidad para mejorar vidas. Así es como nacen las GovTech. Aunque hay diferentes modelos que incluyen alianzas público-privadas, esto trata de impulsar la innovación en el Estado con las metodologías ágiles de las startups.
En los últimos años, ha cambiado el discurso en torno a la innovación del sector público; pasó de ser algo anecdótico a haber una profesionalización en la materia. Ahora se piensa en términos de impacto social y retorno de inversión. Es decir, se mide en resultados y en cómo cambia la vida de las personas, en particular de los más vulnerables. Hay exigencias que, por supuesto, dependen de la capacidad financiera de los gobiernos, pero en la narrativa hoy se valora más el hecho de innovar para lograr impacto en la calidad de vida.
Según un estudio de la consultora tecnológica Gartner, la compra de tecnología en el sector público dura, en promedio, 22 meses, lo que es tres veces más que en el mundo privado. ¿Cómo se dialoga cuando los tiempos son tan disímiles?
— Aquí hay un tema de exigencias y expectativas, porque la filosofía de compra del sector público implica pagar por una solución a un problema definido previamente, mientras que en el mundo de las startups, no siempre es así: se compra un problema para desarrollar una solución conjuntamente, a través de experimentación e iteración. En los espacios de innovación, muchas veces pecamos de buscar soluciones sin entender bien el problema, cuando esa definición es muy importante.
Además, hay que pensar en los entornos regulatorios de la compras públicas, donde claramente existe una exigencia de integridad que requiere más tiempo. Esto puede crear un desfase entre lo rápido que van las nuevas tecnologías y lo lento que puede ser para los gobiernos comprar soluciones y lograr aplicarlas. Algunas veces, la burocracia hace que todo sea más largo, pero hay razones que lo justifican, como el hecho de evitar malversación de fondos o prevenir la corrupción.
¿Cómo se ha resuelto esa brecha en la práctica?
— Hay instrumentos como la compra pública para la innovación, que se usa mucho en Europa. Ahí hay algo interesante, porque el mundo debe pensar la compra como un mecanismo que permite catalizar y dinamizar la innovación, es decir, como un instrumento de política y no de control. Y, de hecho, así se entendió. Con el tiempo, se generó en los países una primera ola de fondos de innovación para promover la economía digital. Luego, se ha ido invirtiendo más en la compra pública para fomentar la innovación en el propio sector público, flexibilizando los modelos de contratación para que las administraciones tuvieran la capacidad de comprar innovaciones, mediante regímenes más ágiles y flexibles. Algo que, actualmente, se está implementando en Brasil.
¿Qué han visto las startups en el mundo público que las ha llamado a involucrarse e invertir en ese sector?
— Hay muchas startups que se están instalando especialmente en espacios municipales porque les hace sentido a nivel de modelo de negocio. Hay que considerar que el modelo de escalamiento es inmenso, pensando en el número de municipios que existen para la misma solución que se puede desplegar. Con su trabajo, se pueden desarrollar soluciones más adecuadas a las realidades colectivas e institucionales locales; soluciones más directas y dinámicas entre los ciudadanos y sus gobiernos. Además del retorno económico, está el valor público e impacto social que estas startups buscan lograr, porque quieren tener un rol en la comunidad y ser un aporte. Cada vez se dirigen más a los ciudadanos para tener una contribución social.
¿Existe mayor conciencia hoy, de parte de las autoridades públicas en Latinoamérica, respecto a la importancia de diseñar servicios digitales pensados en las personas?
— Creo que sí hay interés, pero es una aproximación desigual porque -si bien la aceleración digital se ha visto fuertemente en lugares como Argentina, Brasil, Uruguay o Colombia-, existen países donde esto aún no se ha instalado del todo. Aún así, existe un discurso asociado a que es necesario y a las ventajas competitivas que implica la innovación. Y eso es positivo.
En América Latina, hay importantes espacios de innovación digital en las grandes ciudades, pero no necesariamente eso tiene un impacto equitativo. Hay mucha desigualdad entre grandes ciudades y pequeños municipios, y en cómo esos resultados llegan a la ciudadanía, en particular a las personas más vulnerables, y tradicionalmente excluidas.
Y es que muchas de estas innovaciones se lanzan en datos, y ahí hay un desafío muy grande porque, estas poblaciones no siempre se ven incluidas o reflejadas en ‘mares’ de datos. Es decir, con la informalidad de las economías de América Latina, también se genera una nueva forma de pobreza: una “pobreza de datos”. Porque como las poblaciones vulnerables no producen datos, no se ven reflejadas en los sistemas automatizados que nutren las decisiones de política pública basadas en esa evidencia. Y eso genera sesgos cuando se piensan soluciones o políticas. Este riesgo, lo vemos en el uso creciente de la inteligencia artificial por las administraciones públicas. El desafío en la región es hacer una innovación inclusiva, que tenga en cuenta la realidad latinoamericana y que controle la informalidad para que no se sesguen las soluciones.
¿Es el uso e implementación de tecnología la clave para eliminar la burocratización del Estado?
— Sí, totalmente, pero no basta solo con eso, porque no podemos seguir teniendo trámites innecesarios de manera digital. La transformación digital de los gobiernos es una oportunidad de repensarlos, apalancando nuevas tecnologías y mejores datos. El desafío está más en la transformación, que en lo digital. Hay que utilizar estas herramientas como un medio para rediseñar los procesos de manera más ágil, pensando en los usuarios y simplificando los caminos. Debemos poner al ciudadano en el centro. Y en eso hay mucho margen por recorrer, ya que es un cambio cultural y de mentalidad en la manera en que operan y piensan nuestras administraciones públicas.
¿Por qué si el sector público es el mayor comprador de tecnología del mundo, en el imaginario social lo digital aún se asocia con grandes corporaciones y el mundo privado?
— El fenómeno resulta llamativo, porque el debate de inteligencia artificial, por ejemplo, está centrado en los riesgos que genera su uso en el sector privado, mientras que se ve a lo público solo como el regulador. Esa separación es extraña. Al hablar de tecnología innovadora de punta, no siempre se vincula el uso de la misma por las administraciones, sino que se piensa en desarrolladores y beneficios privados, cuando la necesidad de tecnología de gobierno es cada vez mayor.
El uso de tecnología en los organismos públicos, ¿tiene un límite? ¿Cómo manejar la información personal de ciudadanos y ciudadanas en un contexto que ha cuestionado fuertemente las políticas de uso de datos?
— Hace 10 años, se pensaba que la apertura y la transparencia de datos iba a resolverlo todo y había una euforia sobre el poder y el valor de datos para mejorar vidas. Pero en el último tiempo, cambió a una visión más de gestión de los riesgos y de protección de los datos personales. Creo que hay que balancear estas dos preocupaciones -acceso a datos y protección de datos-, y también poner en debate los derechos ciudadanos.
Esto es un tema político, porque hay implicancias a nivel democrático, por ejemplo, en materia de libertad de expresión. En particular, existen implicancias de la desinformación en las plataformas en cuanto a la creciente polarización política de nuestras sociedades. En Dinamarca, por ejemplo, existe el Partido Sintético, que se está presentando a las elecciones generales mediante un chatbot, que pretende representar a los ciudadanos descontentos y que no tienen voz. O sea, es un partido político que no existe y su plataforma recoge los temas y opiniones que tiene la gente sobre la actualidad.
En un mundo dinámico, hay que preguntarse: ¿quién regula esto? Debemos entender la regulación no sólo como un tema de control, sino como una oportunidad para pensar el tipo de sociedad digital que queremos. Y eso hay que reflexionarlo a nivel transfronterizo, porque los entornos digitales no tienen barreras físicas.